Hubo un
día que el viento sopló suave y me hizo entrecerrar los ojos, incomodidad
mezclada con placer. Sentí la brisa que venía del Oeste, que es cálida y
acaricia, abraza y besa las mejillas.
Me dejé
seducir, me entregué con calma aún sintiendo el desborde de sonrisas que nacían
desde la panza. Lo confieso, tuve miedo de la entrega, le temí al dolor, a la
asfixia de tanto aire suspendido.
Pero confié
y floté tanto tiempo con ese viento del Oeste, con ocasos que queman, con
amarillos condensados en terrazas poco visitadas, enredada en cables y árboles,
con aviones cortando el cielo y plazas como jardines de las casas.
Hubo besos,
muchos besos. Hubo abrazos, contenedores, reparadores, sanadores.
El Oeste
me hizo cosquillas, me regaló helados que viajan en tren, me conquistó con sus
lunas en ventanas sin rejas. El Oeste pinta colores en las calles, en las
casas y en la gente. Dibuja sonrisas en
las personas que se dejan soplar suavecito por él.
Pero hubo
un día cualquiera, que los vientos rotaron, y sopló fuerte el Este, lluvia
constante, nubarrones, gris y tristeza. Humedad molesta que devora, granizo que
lastima. Charcos profundos sin fondo, ahogo y desconsuelo.
Tuve que
ayudar al Sur para que se lleve y limpie tanta monocromía. Tuve que abrir las
ventanas de par en par y ver (paralizada) cómo todos los papeles pasados por
agua se volaban, cómo los cuadros se caían de las paredes dejando sus marcas
del tiempo impregnadas en el olvido, encontrar palabras sueltas y olvidadas y
soltarlas al viento, dejando que el Sur las lleve de vuelta a la suspensión del
tiempo.
Tuve que abrir los ojos bien grandes en medio
de la tempestad, los vidrios estallaron y sentí el alivio de la calma. De la
liviandad. De sentirme más tranquila, depurada del nubarrón, limpia de la
humedad, con un amanecer claro, con todo por venir.