sábado

Viento del Oeste

Hubo un día que el viento sopló suave y me hizo entrecerrar los ojos, incomodidad mezclada con placer. Sentí la brisa que venía del Oeste, que es cálida y acaricia, abraza y besa las mejillas.
Me dejé seducir, me entregué con calma aún sintiendo el desborde de sonrisas que nacían desde la panza. Lo confieso, tuve miedo de la entrega, le temí al dolor, a la asfixia de tanto aire suspendido.
Pero confié y floté tanto tiempo con ese viento del Oeste, con ocasos que queman, con amarillos condensados en terrazas poco visitadas, enredada en cables y árboles, con aviones cortando el cielo y plazas como jardines de las casas.
Hubo besos, muchos besos. Hubo abrazos, contenedores, reparadores, sanadores.
El Oeste me hizo cosquillas, me regaló helados que viajan en tren, me conquistó con sus lunas en ventanas sin rejas. El Oeste pinta colores en las calles, en las casas  y en la gente. Dibuja sonrisas en las personas que se dejan soplar suavecito por él.
Pero hubo un día cualquiera, que los vientos rotaron, y sopló fuerte el Este, lluvia constante, nubarrones, gris y tristeza. Humedad molesta que devora, granizo que lastima. Charcos profundos sin fondo, ahogo y desconsuelo.
Tuve que ayudar al Sur para que se lleve y limpie tanta monocromía. Tuve que abrir las ventanas de par en par y ver (paralizada) cómo todos los papeles pasados por agua se volaban, cómo los cuadros se caían de las paredes dejando sus marcas del tiempo impregnadas en el olvido, encontrar palabras sueltas y olvidadas y soltarlas al viento, dejando que el Sur las lleve de vuelta a la suspensión del tiempo.

Tuve que abrir los ojos bien grandes en medio de la tempestad, los vidrios estallaron y sentí el alivio de la calma. De la liviandad. De sentirme más tranquila, depurada del nubarrón, limpia de la humedad, con un amanecer claro, con todo por venir. 

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