miércoles

Un vestido azul cielo de verano


Enero es un mes raro, es un mes que está pero no está. Es un familiar que se instala en tu casa un domingo, que tiene la suficiente confianza como para dormirse una siesta en el sillón mientras afuera se toma mate. Es un corte de luz en la noche más calurosa de verano y el silencio invita a disfrutar del fresco nocturno. Enero es uno de esos meses que cuando uno lo transita sin vacaciones es eterno, el calor y la humedad son insoportables y el fastidio aumenta a pasos agigantados.
Anoche me fui a dormir con el sonido de una lluvia muy suave, el día amaneció con un cielo raro, gris en algunos sectores, despejado en otros. Mi plan de vestimenta para el día se vio en una disputa que no podía llevarme más de diez minutos porque se hace tarde, y la oficina espera. Desempolvé las zapatillas del placard, tomé una remera negra y una pollera de jean, frente al espejo resonó en mi cabeza la idea de pies mojados gracias a los charcos que quedaron de la noche anterior, o que el color negro absorbe la luz y tendria mucho calor, entonces tuve que cambiar de plan.
Salí de casa con esa sensación de pegajosidad en todo el cuerpo, con lo que me espera en el colectivo, con la idea de dejar pasar cuantos sean necesarios con tal de poder abrir las ventanillas.
Desde la oficina no tengo ventanas que den al exterior, estoy en una pecera donde la gente ve cómo habito en ese espacio alfombrado y contengo la respiración hasta que puedo asomar la nariz a la superficie, que vendría a ser una ventanita mínima que da a la terraza.
Por eso mientras estoy en el mar de papeles comienzo a escuchar el sonido de gotas que chocan contra la membrana de la terraza, cada vez más seguido, gotas furiosas que entran por la ínfima ventana. Mi memoria hace un recorrido de la mañana que tuve y me doy cuenta que no traje paraguas, que tonta. Es lógico que en verano las lluvias sean así, que hace mucho que no llueve, y que en enero sale el sol y llueve casi al mismo tiempo. Mientras pienso todo esto percibo que la orquesta acuática se detuvo, y veo la claridad desde mi escritorio que da a una señora que me mira desde afuera.
Me apuro para juntar mis cosas y emprender el camino a casa otra vez, cuando por fin veo el cielo en todo su esplendor noto que un gris muy oscuro se posa sobre nuestras cabezas, aún con todo ese monstruo sobre nosotros la resolana molesta los ojos, pienso que está bien caminar un poco más, que de esa manera evito las calles céntricas y espero el colectivo debajo de algún árbol.
Una vez emprendido el trayecto desde el 318 comienzo a notar pequeñas gotas que se estrellan contra el parabrisas. No me alarmo, es una llovizna. Saco el brazo por la ventanilla y no se moja, nada de que preocuparse.
Parada, por favor.
Cuando mis pies tocan por fin tierra firme enciendo un cigarrillo. Doy el primer paso y las pequeñas e inocentes gotas se transforman en gotones insoportables, en lluvia pesada y constante. Claro que no tengo paraguas. Pero entiendo por qué esta mañana antes de salir de casa elegí ponerme este vestido azul cielo de verano, entiendo por qué me invade la felicidad cuando camino con el cigarrillo mojado, con Lisandro en los oídos y este celeste en medio del gris.
Es lógico, en enero sale el sol y llueve al mismo tiempo.