jueves

Soledad como puente

Ella descansa  a la sombra de un rosal color sangre. Sus gestos son inmutables. El tiempo pasa lento, ella lo escucha en cada pitido que anuncia la radio que lleva en sus manos.
Su lugar es ninguno y es todos. Recuerda sueños en colores y películas en blanco y negro. Su vida se envuelve en humo, en la parálisis del camino, en la lluvia que no la moja.
Es una vida de soledad encontrada con otras soledades. Un parloteo de archivos vividos, de documentales a las 3 de la mañana, de un vestido verde y botas largas que nunca se pudo poner, de pestañas postizas y salidas en barra. Una vida de libertades encerradas, de destierros y entierros. 
Pérdidas tristes que resultaron nuevos encuentros, mezclados con sangre y sol, con perros y dedos amarillos. Torbellinos de realidades secas, como desiertos lunares. 
Sostenemos largas charlas, yo tomo mate y ella té. Fumamos las dos, nos reímos y a veces jugamos a la generala. Es terca, es parca, pero sus ojos petrificados color celeste tienen una profundidad tan abismal que me hacen temblar. La vi llorar sólo dos veces; la primera con una enorme tristeza y aunque sé que no le gusta que la abracen sólo pude con eso. La segunda de alegría y emoción, tampoco pude contener el deseo de abrazarla.
La vida que le tocó vivir la hizo ser quien es hoy. Es una mujer lejana, misteriosa. Casi tan distante como la sombra que la separa de la luz cotidiana para mi. Inmovilizada como una bicicleta de la niñez.
Pero hubo un día que el viento le abrió de par en par las ventanas tan cerradas y oxidadas de su rutina, el día que escuchó la voz de su primer amor después de cuarenta años. Me pidió que busque su contacto. Comenzamos la expedición a la par, encontramos su número y lo llamó por teléfono. La expresión de su rostro, el tono de su voz, sus manos, el aire… todo se transformó.
-          - ¿Tatí, sos vos? Soy Alcira, ¿te acordás de mí?
Me quedé un rato junto a ella, conmovida. Escuchando sus risas, respirando la alegría del instante.
-          - ¿Sabés de qué me acuerdo, Tatí? De tus manos. Nunca las olvidé. ¿Seguís pintando y dibujando. Viajaste. Tuviste hijos. Te acordás de la noche qué fuimos a bailar y después nos fuimos al auto de Carlitos? La última vez que nos vimos en aquel café te comportaste como un cretino. Me mentiste descaradamente, ni un beso de despedida. Y eso que yo ya sabía que te habías casado aunque nunca me lo dijiste.
-          - Para mi la vida no fue fácil. Me casé. Hace un año falleció Orlando. No tuve hijos aunque los desee y los busqué. Pero ahora estoy hablando con vos, y no me olvido que el 2 de Mayo es tu cumpleaños, te voy a volver a llamar.
-        -   ¿Vernos? Yo prefiero que no. Quiero quedarme con el recuerdo de quienes fuimos hace cuarenta años atrás, quiero guardar los vestigios de nuestro amor intacto. Vos fuiste mi primer amor, ¿lo sabés, no?
-         -  Además hay algo que no te dije, Tatí, yo me quedé ciega.
-        -  No, no lo lamentes. Ya está, vivo con esto, es lo que tengo. Mamá tenía glaucoma y yo sabía que más tarde o más temprano me iba a pasar.
      En ese momento la dejé sola hablando con él, me invadió una mezcla de sensaciones saladas en los ojos y la garganta. Pensé en la fragilidad de las cosas, en la dureza de los sentimientos, en el amor más puro, en la suerte que a veces te escupe la cara, en el azar, en el destino, en los lazos fuertes y en los débiles.
Al rato me llamó para avisarme que ya había cortado. Parecíamos dos adolescentes hablando del primer beso, de las cosquillas en la panza, de la complejidad que encierran todos nuestros pensamientos y temores para que cuando el mundo se te tiene que caer encima no hay nada más simple que dar el primer paso.
Mientras nos abrazábamos con lágrimas en los ojos me dijo, gracias por ser un puente, Soledad.




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